martes, 24 de enero de 2012

Valientes (Fragmento de mi novela "Los días de púrpura y celeste")


Aquel día me levanté como nuevo, fresco como una rosa y dispuesto a retomar las riendas de mi vida. Empecé a solapar tímidos bostezos hasta que por fin conseguí desperezarme del todo. Había dormido bien por primera vez en mucho tiempo. La ropa olía a limpia, o por lo menos no olía mal, y la luz velada del invierno iba dando paso paulatinamente al deshielo urbano de la primavera. Se oía piar a algunos pájaros, a pesar de la ausencia de árboles, y los sonidos rutinarios de la ciudad parecían llenos de vida, de risas de niños y brisas cálidas, contrastando con los frenazos y los gritos de días más fríos.

Estaba tranquilo. Podría decirse que me encontraba en paz, pero suena demasiado grandilocuente y profundo. El caso es que me encontraba bien. Tanto, que casi me dio miedo, ya que no había estado así desde que Ana había salido de mi vida, y solo entonces. A esas alturas, el fantasma de mi creación ya no me acechaba. De vez en cuando recordaba con tristeza la manera en la que la había desaprovechado. Había dilapidado todo la esencia que quedaba de cuando solo era fantasía. Había malgastado los sueños, uno de los peores crímenes que se pueden cometer. Pero los dedos de seda tornados en manos huesudas de leyenda, ya no alcanzaban mi almohada ni podían atormentarme desde las sombras. Había sido liberado de mi propia condena. Podía seguir hacia delante, aunque de vez en cuando miraba un banco vacío y la dibujaba a ella, sentada, ajena a la velocidad maldita de la memoria, extraña para los ajados corazones que quedan cuando todos somos antepasados. Pero ahora lo hacía de una forma diferente, completamente limpia y nostálgica, ajena al deseo.

Mi imaginación se había secado. La desertización se había extendido por mi mente de una manera casi global e irreversible. Pero me encontraba tranquilo, como un lobotomizado. Dicen que un día dejas de jugar. De la noche a la mañana te has convertido en un ser complejo que ya no tiene esa necesidad. El peso del mundo consigue romper la resistencia de tu exoesqueleto de ingenuidad y rebeldía, colocándote la cadena de la tristeza en el cuello, pegándote una etiqueta con tu número de identificación en la frente y la cantidad de pasos que puedes dar junto con la dirección en la que deben ser andados… De igual forma, dicen que un día dejas de querer, de repente, sin un por qué… Así de simple es el proceso que nos convierte en ese tipo que nunca quisimos ser. Yo me negaba a dejarme coger tan fácilmente. Todavía me quedaba un poco de batería en el cuerpo, y no podía permitir que los agentes secretos de la tierra de los hombres grises me hicieran prisionero. No era por amor o por idealismo, lo hacía para que esa panda de vampiros sentimentales se quedara con las ganas. Para que esos seres que un día tuvieron sueños y bombearon sangre, se quedaran con un palmo de narices al ir a robarme lo que me quedaba de humanidad. Porque yo tenía claro que ellos no iban a tener clemencia ni empatía; porque sabía que tampoco yo la tendría el día que cruzara la línea y me convirtiera en uno de ellos; porque no hay peor envidia que la de aquel que mira atrás con rencor para ser consciente de todo lo que un día dejó y que ya no volverá: la carcajada excesiva y pura, la ausencia de pudor o corrección política, la continua sensación de descubrimiento…

Afortunadamente, el episodio de Ana me había reactivado, para mal o para bien. Todavía me quedaba un buen puñado de nocivos vicios con los que malgastar mi vida y sentirme vivo. Todavía llevaba un cigarrillo pegado en los labios. Aun me movía como el protagonista de un western crepuscular, caminando lenta pero inexorablemente hacia mi final con la certeza de que en algún momento llegaría ese último paso. El último viaje, a lomos de un corcel espectral que respira fuego sobre sus negras patas. El atardecer naranja y ardiente abrasando el horizonte que marca la situación de lejanos pueblos. El frío de la noche en la cara curtida. Perseguido, exiliado… El valiente no es aquel que se abalanza sobre lo desconocido, sino el que sabiendo la certeza de un final, de un momento postrero, no tuerce el gesto y se ríe de su destino. Llegado el momento solo se presentan dos opciones válidas: morir con honor, o vivir con gloria…

"Los días de púrpura y celeste", Ángel Codón Ramos. Descarga gratuita, pulsa aquí.

lunes, 16 de enero de 2012

Sobre suelo resbaladizo


Cae el frío en Madrid, y la llovizna dispersa cristaliza desde Sol hasta preciados, y en Moncloa se convierte en aurora. Las calles, que suben, expulsan las suelas de goma, y el día, distraído, se afila los colmillos medio dormido en una hamaca metálica mientras marea un termo de café con hielo. Es la hora de la nieve ausente, mientras Freddie, en mi repisa, levanta el puño, incitando a un público invisible intramuros, en este estado policial en horario de oficina.

Con los reflejos espectrales de una navidad indigente, las avenidas se han llenado de vacío, del tic tac de los relojes, del viento que sopla. El gris en las aceras, en los trajes y en los rostros. Un helado desafía la coherencia añil de las Instamatic de enero. Las bufandas se agarrotan y, los segundos, parecen desertar de las esferas. Todavía hay vida entre la hierba, pero su refulgencia apenas se adivina tras la capa pulida de este invertido verano austral.

jueves, 12 de enero de 2012

El Madrid de Joaquín Sabina. El de Paco Umbral...

Supongo que debe llegar un momento en el que todo habitante de Madrid alcanza un nuevo nivel de comprensión de las canciones de Sabina, de ese Madrid que nunca fue, y que sigue siendo. Esa urbe que es, a ratos Luces de bohemia, a ratos cornada con dos trayectorias, y en un tiempo anacrónico, pan de oro y monarquía, batalla en las colinas y pincho de tortilla.

Todavía hay algo de Sabina en los camareros de las cafeterías, en las baldosas de las aceras. Todavía hay algo de Gran Vía en la Gran Vía, y mucho de Paco Umbral en el aire. Al menos su gesto, y el talento que no se subasta, pero ya no hay guerra de diarios, ni capas que escondan el acero, ni honor en los poetas. Pero algo permanece, algo que es mucho todavía. Está el contraste, más evidente que el primer día.

Se murieron los cronistas, y los críticos. O nos morimos todos. ¿Quién sabe? Pero es como si no hubiera el mismo oxígeno. Hay la misma cantidad, pero no es el mismo. Es como comparar el cangrejo americano con el cangrejo del país. Está casi todo, pero algo no encaja, como si fuera falso. Sin embargo, a ratos Madrid viaja en el tiempo y se limpia el pelo de neo-liberales y silencio. Y el Penta se parece a lo que podríamos esperar del Penta (solo a veces), y hay menos gastrobares y más tabernas.

Hay algo, como una alegoría. Una imagen espectral de lo que fue, de lo que pudo haber sido. Por sus calles vaga el fantasma de un Sabina ochentero, y la efigie de Umbral. El holograma permanece. Están barriendo las calles, pero permanece. No sé si alguna vez fue, pero hoy existe, y el tiempo es relativo, no lineal.

En el Madrid de Orwell todavía hay sitio para los malditos, allí donde los mendigos son ilegales todavía se adivina un camino de baldosas amarillas que sale del kilómetro 0. A ratos, todo es gris y raro, incluso más que en los tiempos locos del Almodovar travestido y los conjuntos musicales trascendentes. Madrid es una ciudad desintoxicada, una ex-yonqui que le daba a la bebida y ahora está más limpia, más bella y aburrida. El viento sopló y cambió la heroína por farlopa. Los trajeados tapean tortilla y cocaína en un tres tenedores, y cuando rompe el alba, no se oye nada en una calle que se va llenando de gente. Gente en la cola del bus, gente en la entrada del metro, uno que fuma en la puerta del bar. Una ambulancia pasa a toda velocidad y alguien dice: "¿qué adelantas sabiendo mi nombre? Cada noche tengo uno distinto"...

miércoles, 11 de enero de 2012

Ciudad Noire

Afectado por la tristeza estática y perdurable de los carteles viejos. Recordando la ilusión temprana del olor a nuevo. La pura nostalgia del holograma superpuesto. Aroma de letreros de tiendas y comercios que un día cerraron sus puertas para no volver a abrir jamás. Se yerguen como fantasmas, con sus escaparates a medio camino entre el cristal y la madera, como naturalezas muertas de otro tiempo, estáticos, permanentes, atrapados en el vórtice de minutos y segundos que rodea a unas letras raídas, a un cartel de neón que parpadea amenazando con apagarse, a un viejo y anacrónico mural descolorido por el tiempo, la lluvia y las nevadas. Son días de cables pelados y polvo suspendido. A las candilejas de los cines les salen caries. Lugares vacíos que un día tuvieron dientes luminosos. Es la victoria de los callejones sórdidos que desembocan en verjas de alambre, de los cubos de basura metálicos de las películas americanas. Justamente ahora que ya nadie lleva sombrero de ala ancha y fumar perjudica seriamente la salud…


© Ángel Codón Ramos, 2012